Tuesday, January 08, 2008

“¡Urólogos despeinados!” Los diferentes usos del lenguaje coloquial en La Princesa del Palacio de Hierro de Gustavo Sainz

Ponencia presentada por Enrique Aguilar R., el 7 de noviembre de 2007, en el congreso internacional “La ciudad y los imaginarios locales en las literaturas latinoamericanas”, organizado por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile

En La Princesa del Palacio de Hierro (1) se pueden encontrar varios “modos de uso” del lenguaje coloquial que bien pueden ubicarse en el eje “oralización-escriturización”, es decir en el eje de la “reproducción”, al que se refiere la morfosintaxis del español coloquial (2). Son expresiones clasificables tanto como de “falso” coloquialismo como de coloquialismo “estético”.

Ambos tipos de expresiones se encuentran colocadas en medio de la representación intensiva del habla cotidiana de la/os jóvenes de la ciudad de México a fines de los años 60 y principios de los 70. La primera categoría opera desde el habla de la protagonista principal, mientras que la segunda aparece mediante el uso narrativo o la inclusión de versos o poemas, en definitiva cultos, a pesar de que por su estructura algunos no lo parezcan tanto a primer vista, del poeta argentino Oliverio Girondo.

Pero tratándose de una novela, y de análisis del lenguaje coloquial, cabe aclarar, para no caer en confusiones o acusaciones de falta de rigor analítico o franca ignorancia, que La Princesa está narrada en primera persona, a través de una protagonista quien es una joven mexicana, habitante de un barrio residencial de la ciudad de México a fines de los años 60, y quien “le dice” su historia a alguien que la escucha, oyente que en el fondo se puede suponer que es quien registra y narra ese monólogo dividido en 21 fragmentos, al final de los cuales, en su mayoría, aparecen, entre paréntesis y entrecomillados, poemas o versos de Oliverio Girondo, a manera de moralejas.

Otros datos que se pueden aportar para justificar la pertinencia de hablar de “coloquialismo”, tratándose de una novela, es que por una parte se sabe, por declaraciones del propio Sainz, que “Brenda”, a quien está dedicada La Princesa, en realidad es una mujer que sí existió, y que él sostuvo con ella una serie de entrevistas, las cuales le sirvieron como base para elaborar el monólogo de su novela. Por si lo anterior no fuera suficiente, también se puede citar en abono de este dato que en la dedicatoria manuscrita de La Princesa, en el ejemplar propiedad del novelista Salvador Mendiola, Sainz define a su novela como: “[M]onólogo tormentoso y febril, resultado de seis meses de concubinato con una musa frívola y dicharachera.”

Y por último, pero no al final, también cabe recordar que como conclusión de La Princesa aparecen unos “Reconocimientos”, en los que el autor manifiesta que: “Hay citas no señaladas en el texto. Son frases de Stanislaw Witkiewicz, Hortensia Moreno, Djuna Barnes, Manuel Bandeira y Chema Dávila”. El primero, el segundo y el tercero de los ahí citados son escritores, y la segunda ahora es narradora, pero en los tiempos en que Sainz escribió su novela era sólo su alumna en la universidad, y las frases que de ella recuperó en su texto literario el autor de Gazapo las tomó tanto de sus conversaciones, como de un trabajo escolar, según confiaron ambos frente al autor de esta ponencia.

Para entrar de lleno al tema, en el caso específico de esta novela se puede hablar de “falso” coloquialismo para referirse a las expresiones de la protagonista principal, cuando en momentos de tensión o dramatismo, dice: “¡Ranas sifilíticas!” (p. 13), “¡Diablos circuncidados!” (p.17), “Diablos castrados” (p. 24), “¡Tortugas ninfómanas!” (p.24), sólo en el primer capítulo, aunque en los siguientes también exclama cosas como: “¡Vampiros capados!” (p.34), “¡Prepucios de elefante!” (p. 34), “¡Changos depravados!” (p. 36).

Si aceptamos con María Moliner que el término coloquial “se aplica a las expresiones propias del lenguaje usado corrientemente en la conversación”, podemos concluir que las exclamaciones citadas son “falsas” porque no son de uso corriente ni común en conversación alguna, que no sea la inventada para la protagonista de esta novela, o recreada por el narrador intradiegético de esta novela de Sainz, recurso con el que se da por buena la noción de que “en el coloquio […] el sentido global de la comunicación trasciende el mero significado del lenguaje” (3), y cuya aplicación se verá mejor aquí un poco más abajo cuando apliquemos la hermenéutica rápida.

Tomando en cuenta lo inmediato anterior, si aceptamos, por una parte que son “falsas”, eso implica también que fueron inventadas con un propósito, el cual podría ser el de que la protagonista proyecte una imagen de liberalidad ideológica en el plano sexual, de seguridad ante el tema del sexo, poco abordado con amplitud y soltura como ella lo hace, tanto en su época, los últimos años 60 en la ciudad de México, como en su circunstancia, que es la de ser una joven que se empieza a ver envuelta en la relaciones sociales, sentimentales y culturales de su entorno. Sin embargo, siguiendo ese postulado casi freudiano que está encerrado en el dicho de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, esta liberalidad oral de la Princesa también podría utilizarse para indicar que ella es un personaje que en lo profundo padece una gran represión justo, asimismo, en el lado de la sexualidad.

Analizadas en detalle, la primera expresión de coloquialismo “falso” aparece cuando La Princesa cuenta que su amiga “La vestida de hombre” con engaños se instala a vivir de manera abusiva en su casa:
Luego, por ejemplo, salía entre semana, y yo le decía ay, por favor, llega temprano porque nos dormimos como a las doce, no llegues después de esa hora porque los criados, las sirvientas, los mozos, todos se acuestan y ya no queda nadie que te pueda abrir y tenemos que salir nosotros, por favor, ven temprano. ¡Ranas sifilíticas! Llegaba a las cuatro o a las cinco de la mañana. Y allí nos tienes a mi mamá y a mí que teníamos que levantarnos y abrirle la puerta.

Una primera conjetura, en un proceso de hermenéutica instantánea, es que en este caso la protagonista hace una comparación de su amiga con una rana, pero no con una batracia cualquiera, sino con una muy promiscua, al extremo de padecer por ello una enfermedad venérea., ¿y por qué le pasa eso?, pues porque lo más seguro es que la citada anfibia anda fuera de su casa hasta la madrugada “saltando” de sapo en sapo… En este proceso de esclarecimiento de las expresiones de este personaje, también se aplica, al parecer, el criterio de que “las convenciones lingüísticas […] que alcanzan forma en nuestros actos de habla […] responden a intenciones o necesidades de cada acto comunicativo en particular”(4).

La segunda de estas expresiones la dice La Princesa mientras cuenta los abusos y el acoso de un capitán de meseros, en un restaurante al que va a cenar junto con sus amigas “Las Tapatías”, “La vestida de hombre” y su pretendiente “El Monje”:
Y empezaron a llegar unas tipas… ¡Clásicas golfas! Y que me agacho para seguir con la sopa y que el capitán me la quita. ¡Habráse visto! La sopa se toma caliente afirma con tersa voz de mandolina rasgando órdenes e insinuaciones, se la voy a calentar… y por estar viendo a las golfas –una faldota de algodón, un bolso escocés de pelos rojos, unos zapatos de tacón dorado-, ni pude contestar… La sopa se toma caliente… ¡Diablos circuncidados!

Mediante el método de la hermenética express, lo que se puede afirmar es que, en este caso, la protagonista compara a ese mesero con un Satanás, pero éste no es un Maligno cualquiera, sino uno que se distingue porque ahora sí que trae “el sable desenvainado”, es decir, listo para atacar, en la lucha, o quizás sería mejor decir para intervenir en el romance, cuerpo a cuerpo…

Como ya se podrá haber notado, en el párrafo citado aparece también la expresión “¡Clásicas golfas!”, pero esa no la incluyo en este análisis porque pertenece a otra categoría, ya que en ella el adjetivo está colocado antes del sustantivo, y no al revés, como en los demás ejemplos.

“Diablos castrados” es la tercera de este tipo de expresiones, y la única sin signos de admiración. Está asociada con la escena anterior, porque la protagonista la dice cuando refiere que el mesero le arrebata la taza en que está tomando café, al tiempo que su pretendiente y aliado no hace nada para defenderla, y de manera pusilánime sólo se aferra él mismo a su propia taza:
No, no, no, no, no, permítame, por favor. Y que me quita la taza, tú, y que se la lleva, como había pasado con al sopa. Y yo digo por qué me la quita. Y me dice señorita, perdóneme, pero el café se toma caliente. El Monje me miraba con ojos desorbitados y nariz pinochesca. Mis amigas se botaban de la risa ¿no? Es que estoy esperando que se enfríe, dije, con suavidad. Perdóneme pero se lo voy a calentar. Y El Monje con las manos en su taza, como si las tuviera amarradas. ¡Pero yo estoy esperando que se enfríe! No, nada de eso, el café se toma bien calientito. Diablos castrados, para no hacer mucho escándalo, o para no llamar la atención del muchacho guapo que había llegado y me miraba de vez en cuando, pues me quedé callada ¿no? Ya qué dices. Al pinche Monje le hubiera tocado protestar ¿verdad?

Aquí el satánico ya no es el mesero, sino El Monje, el otro personaje masculino de la escena, pero que en este caso es un Chamuco que se ha quedado inservible, por falta de base en el florete; es decir, con el armamento inutilizado mediante el doloroso proceso de la emasculación…

La aplicación de los signos de admiración que enmarcan las expresiones aquí analizadas, pero también, en este caso, la ausencia de éstos, parecen relacionarse con la noción de que “la entonación impone límites que indican las unidades de sentido y las de intención de comunicación[…]tiene además ´función identificadora´ (caracteriza inconscientemente al sujeto hablante) y ´función impresiva´ (correspondiente a la imagen que el hablante busca dar a su interlocutor)” (5).

La última de las “falsas” expresiones coloquiales del primer capítulo la exclama la protagonista al mencionar la insistencia del mesero para que al final de la cena ella y sus amigos, incluido El Monje, a quien también apoda El Camello, consumieran coñac:
Entonces fíjate que le digo oiga. Pero en vez de escucharme propone ¿Van a tomar un coñac? No, fíjese que no, muchas/ Es que una cena sin coñac no es cena. Soy abstemio dijo El Monje, vivaz, soy Abstemio de Valle Arizpe… Y espérenme tantito dijo el capitán, nosotras con la bocota abierta como el foro del Palacio de Bellas Artes. Y que se va y trae el coñac. Cortesía de un servidor, dice, melifluo y cumbanchero. ¡Tortugas ninfómanas! Y El Camello más serio que un fraile en cuaresma ¿no? Ni levantaba la vista. (En ésta y en las citas anteriores, los subrayados son míos: E.A.)

En este caso, parece que el acoso del mesero comienza a dar resultados en la mente de la protagonista, si se acepta que las quelonias aludidas son ella y sus amigas de algún modo ya dispuestas al fornicio con fruición. Aquí la hermenéutica la apoya la señora Moliner quien en su grandioso diccionario recuerda que “la tortuga fue considerada como encarnación del mal”. Luego entonces, como ya están casi al final de la cena, las chicas-tortugas-malas, ya han sido conquistadas por el Diablo-mesero-maligno y sus reiterados abusos, ante la pasividad del Diablillo-monjil.

El coloquialismo “estético” en esta novela se ubica en los poemas de Oliverio Girondo (6) como el de la página 27, al final del primer capítulo, que dice:
(“Aunque parezca mentira –estas humillaciones- este continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.”)

O en el de la página 70, al final del capítulo 4, que indica:
(“Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.”)

Y por último, para el caso de esta ejemplificación, en el poema de la página 85, al final del capítulo 5, que reza:
Que los ruidos te perforen los dientes como una lima de dentista; que te crezca en cada uno de los poros una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas; que al salir a la calle hasta los postes te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los botes de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero; que cuando quieras decir mi amor, digas pescado frito; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo seas tú el que te arrojes en las escupideras; que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto para que los espejos, al mirarte se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.

Estos segmentos de la novela corresponden al discurso coloquial “estético” porque el poeta, para elaborar sus metáforas, se vale de palabras, éstas sí, comunes y corrientes. No recurre a términos conceptistas, sino a los del habla diaria. La interpretación de estos poemas y de su relación con los enunciados de la protagonista de La Princesa da para mucho más del tiempo disponible para presentar una ponencia. Sin embargo, a modo de muestra de lo que es posible hacer al respecto, se puede decir que si se acepta su carácter de moralejas, tan sólo por estar colocados al final de cada capítulo, en el caso del primer poema mencionado éste sí cumple con esa función, ya que de la mente de una “musa frívola”, cabe esperar que prefiera el escándalo de una cena en un restaurante bullicioso, incluidos los abusos y majaderías de la servidumbre, que enfrentar a la calma y el silencio.

Considero que el análisis crítico de estos diversos estratos del discurso coloquial permite mejorar la recepción del texto, de modo que sea posible comprender más a fondo su relación con el contexto sociocultural donde ocurren la historia y el discurso, a fin de apreciar el valor de crítica de la sociocultura mexicana que tiene esta novela.

A su vez, se puede afirmar que al poner frente a frente el “coloquialismo” de los poemas de Girondo, con los recuerdos y las expresiones “coloquiales” de La Princesa, Sainz parece afirmar de modo implícito que hay varios niveles de “coloquialismo”, que no existe una forma única y válida de lenguaje, y también demostrar que con el coloquio, con las palabras comunes, con las de todos los días, se puede simular tanto el lenguaje de una chica neurótica, o escribir poemas.

Esta lección sirve, asimismo, para que el lector se sensibilice respecto del uso del lenguaje, y aprecie a la novela, y a la literatura, como el ejercicio de creatividad verbal intenso que sí es.
Otra conclusión a la que se puede llegar al observar la inserción que hace el autor de esta novela de las diferentes modalidades de lo coloquial en su novela, es la de que al hacer eso lo que pretende, de manera paralela a la lectura placentera o lúdica, es llevar al lector a cuestionarse las concepciones sobre lo “literario” y lo “no literario”.




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(1) Sainz, Gustavo. La princesa del Palacio de Hierro. México, Joaquín Mortiz, 1974, 347 pp.
(2) Vigara Tauste, Ana María. Morfosintaxis del español coloquial, Madrid, Gredos, 1992, pág. VI
(3) Ibid. pág. 9.
(4) Ibidem pág. 14.
(5) Idem pág. 27.
(6) Girondo, Oliverio. Obras completas, Editorial Lozada, Buenos Aires, 1968, 448 pp.

2 comments:

Unknown said...

Leí esta obra cuando estudiaba la preparatoria (hace un titipuchal de años) me pareció fascinante
Gracias Sr. Sainz

Saludos

Unknown said...

Excelente análisis.